Por: Héctor Correa
Punta Alta, 13 de febrero de 2008
Se ha hablado mucho sobre el término identidad, se ha incluido en numerosos discursos y se ha mencionado hasta el cansancio. Agota insistir en este concepto si es tan vacío a veces, y tan complejo y profundo otras tantas. Por lo tanto será un desafío afrontar un intento más, aportar otro punto de vista o enunciar nuevos contenidos destinados a su dilucidación.
Aclaremos lo siguiente, no es cuestión de discutir si los rosaleños tenemos o no identidad, si merecemos tenerla o no, o si constituimos un grupo humano extraño que luchamos por albergar alguna. Con respecto al conflicto por detentarla, a los esfuerzos por instituirla, o si debemos esforzarnos hasta el límite de nuestras fuerzas, tampoco creo que deba ser así.
Ninguna comunidad después de más de cien años de existencia –una historia-, con un espacio propio geográfico y políticamente bien determinado, con una población arraigada, mayoritariamente estable, con instituciones, organizaciones comunitarias y estructura social bien definidas, carece de iden-tidad. Entonces ¿de qué hablamos cuando hablamos de identidad? Quizá no sepamos describir esa identidad, no sepamos descubrirla, hacerla visible, resaltarla, mencionarla con todas las letras, o simplemente llamarla de alguna manera, si es que se puede poner en palabras algo tan vital y sustancial como la forma del ser de una comunidad como la nuestra.
Muchos hemos fundido identidad y autonomía. Más, hemos enarbolado como bandera de lucha, para abonar y ahondar en nuestra identidad, la cuestión de la autonomía y de sus precursores, pero no supimos con claridad definir por qué esa palabra ha prendido con tanta fuerza en los discursos y mensajes de políticos y jefes administrativos de nuestros últimos gobiernos, específicamente desde el año 1983 aproximadamente. Poblaciones como la nuestra son desde hace mucho tiempo comuni-dades autonómicas, o deberían serlo, teniendo en cuenta los instrumentos jurídicos-políticos y administrativos que nos rigen en el orden provincial. El hombre, la mujer, integrante de este conjunto de habitantes no debe de estar muy comprometido ni compenetrado de esta situación, propia de cualquier Distrito, si nuestros dirigentes creen que deben apelar continuamente a esta terminología a los fines de estructurar políticas de estado o hacer valer derechos sobre asuntos relativos al desa-rrollo y el bienestar comunitario. Siguiendo con esta lógica, somos autonómicos, tenemos una identidad, por lo tanto no debemos preocuparnos por esto, más bien deberíamos preocuparnos por alcanzar mejores niveles de bienestar y confort como sociedad, aprovechar bien nuestros pocos o suficientes recursos, y hacer que nuestro futuro sea venturoso para nosotros y nuestros hijos. Este es otro discurso o suena así, pero se sustenta en otros parámetros y no gira en el vacío de lo redundan-te o anacrónico. Al menos debería ser así, pero la realidad de estos últimos años ha demostrado que en verdad no es así.
Con respecto a nuestras carencias, a los conflictos jurisdiccionales, y a las disputas con el estado nacional y provincial sobre nuestros derechos heredados que atañen a la geografía del Distrito y a los bienes, constituyen cuestiones sin resolver, y hacen a políticas de estado que nuestros políticos tienen que tomar en serio para poder explicar a sus conciudadanos y determinar así los caminos a se-guir para alcanzar esos objetivos, considerados como vitales y estratégicos para el crecimiento de la sociedad toda. Somos una sociedad autónoma y gozamos de una férrea identidad como para llevar adelante esos reclamos con la suficiente energía y potencia ante los poderes que correspondan. Explicarle a la población que si luchamos sólo por esos objetivos alcanzamos o nos dirigimos hacia nuestra autonomía plena, es como reconocer la no existencia de la misma.
Detengámonos en el sentido de pertenencia ahora. Nadie puede negar que el sentido de pertenencia tiene una dinámica producto de factores de distinta naturaleza. Está estrechamente unida al arraigo, y por supuesto al desarraigo. Arraigo es fijarse en un lugar, crear raíces, vincularse de tal manera que la acción de alejarse entraña una actitud o consecuencia emocional, y no sólo física o material. Nuestra consolidación en un emplazamiento determinado hace a ese sentido de pertenencia que nos ata, nos une a la tierra y nos compromete desde todo punto de vista, las raíces se hacen profundas, y la raigambre se torna ser, ser con la tierra y con todo lo que nos vincula. Pero, no se constituye en un asunto individual, de un ser único, aislado, todo lo contrario, se hace y tiene sentido en tanto y en cuanto forma parte de una comunidad, donde los intereses individuales se pierden en el conjunto y se funden hacia un destino común. Es el amor por el terruño, por el lugar, entendido éste por un espacio vivido con una localización concreta y un sentido de pertenencia. Cuando ese sentimiento se hace muy firme, se consolida, se dice que echa raíces, es cuando nos comprometemos emocional-mente, y comienza a tener historia. No creo que en Cnel. Rosales no haya individuos con tales senti-miento de arraigo y pertenencia.
Si avanzo un poco más y hablo de historia, de memoria, de vida, de compromiso y de objetivos comunes, también hablo de conciencia, de conciencia territorial, del ser y el tener del lugar y de sus habitantes. El término conciencia del lugar tiene mucho que ver con la raigambre, con el sentirse parte de un destino común, pero esa conciencia es vital, cobra vida, cuando se torna activa, se hace uno con los objetivos primordiales y siente que debe avanzar y dinamizarse hacia nueva y mejores formas de vida, es la supervivencia y los deseos de perpetuarse de la comunidad toda como un ser vivo que siente que debe luchar por su vida y su existencia. Y la conciencia se hace historia en la medida en que no sólo comprende su futuro, sino que aprende y se apropia de los ejemplos y los mejores modelos, que motivaron y dieron forma a los objetivos primeros y sustanciales.
Muchos otros lugares aceptaron o fueron receptores de grupos de hombres de otras latitudes del interior del país, de nuestro país, y del exterior. Las migraciones provocadas por ciertos emplazamientos militares a través de todo nuestro territorio, especialmente hacia bases navales, es un claro ejemplo de cómo se constituyeron comunidades con rasgos peculiares, entre ellas la nuestra, caracterizada por la inestabilidad del grupo y el asentamiento permanente de otros, con rasgos culturales de un cosmopolitismo provincial o un provincialismo cosmopolita dotado a veces de insuficiente sentido de pertenencia o conciencia territorial. Y éste es el caso.
No vamos a tocar –aunque deberíamos-, las implicancias políticas (partidarias o no) de tales atributos de nuestra comunidad, instituida a través de ya muchos años de consolidación y cimentación. Vamos a recalcar los fenómenos socio-culturales que se generaron a partir de ese perfil peculiar.
En una nota anterior hicimos hincapié en la necesidad de construir una fotografía dinámica de la geopolítica de nuestro lugar. Ahondar en las entrañas más profundas y vitales de nuestro ser, como territorio y comunidad. Un punto de partida para el desarrollo de políticas de estado, un alerta también para nuestros dirigentes en todos los órdenes de la vida comunitaria. Comprender, entonces que el arraigo, el sentido de pertenencia y la conciencia territorial son factores fundamentales para ese objetivo, y entender que la peculiaridad de nuestra población reside en ciertas características producto de su condición estratégica en el lugar que ocupa y de su origen como asentamiento cívico-militar, es comenzar a describir esa identidad de la que hablábamos al principio. Memoria e historia toman sentido y se constituyen en fuente y origen de la naturaleza de nuestro ser rosaleño.
Por supuesto hubo y hay grupos, y hablo de vecinos, que se sintieron mucho más comprometidos con los destinos comunitarios que otros quienes aún piensan que su paso es efímero por este rico y bello territorio. Aquellos sumaron esfuerzos supremos y sacrificios vitales a ese sentimiento de per-tenencia, o lo que deseo explicar, constituyeron una conciencia profunda sobre la indefectible nece-sidad de afianzar una comunidad y un territorio propios, de los rosaleños, para los rosaleños y su descendencia futura. Quisieron, sintieron la necesidad de quedarse para construir su patria chica, darle el perfil fundacional necesario y dotarla de la vitalidad que toda localización con sentido de pertenencia requiere. Estos otros grupos que creen en su leve paso seguirán siendo los no-lugareños, aunque no hablen ni digan nada, ni se constituyan u organicen en instituciones, tendrán poco o nulo interés en este terruño y no dejarán nada que enriquezca o abone este paraje. Se identifican como producto de una realidad incuestionable, su compromiso y su conciencia están determinados por una situación institucional irremediable, y su estabilidad será la de otros destinos impuestos desde fuera. Acá la advertencia se asienta en la complicidad, en la no tan extraña fusión entre aquellos que esgri-men su no compromiso en su fugacidad y los otros que, aún ocupando posiciones dirigenciales sociales y políticas, aún siendo legítimos hijos de esta tierra, creen que su sentido es ahondar la no perte-nencia con falsos compromisos y escaso arraigo. Una deformación de la naturaleza peculiar de este lugar, no hay duda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario