domingo, 16 de mayo de 2010

Anéctodas de un gran Científico: El Alemán de Bahía Blanca

Anéctodas de Miguel Eduardo Jörg: El alemán de Bahía Blanca
Por el: Lic. Ricardo Silva

“Allá por 1974, llegó a mis manos una revista que se compraba en la casa donde me crié. Llamó mi atención una nota sobre una enfermedad transmitida por un insecto llamado vinchuca. Según recuerdo, el Mal de Chagas estaba ocasionando la muerte de muchísima gente en el norte del país. No olvido la impresión que me provocó la foto de un niño chaqueño de mi edad. Tenía el ojo absolutamente hinchado, a raíz de haber contraído esta temible infección”.
(Para Etelvina)

Diez años antes…

- En 1963, estando en Nueva York --enviado por mi trabajo en la industria farmacéutica-- un argentino me invita a almorzar en el piso 40 de un club muy selecto. Mientras mirábamos por la ventana, se veían los techos de las casas vecinas, las azoteas con restos de basura, muebles, camas tiradas, colchones...le dije en inglés a mi amigo: “Uno desde aquí, creería que ve la cumbre del mundo, pero lo que ve es el culo del mundo”.

Atrás nuestro había unos ancianos sentados, que escuchaban regocijados lo que estábamos diciendo. Uno de ellos, muy refinado, comenta: “Es la frase más inteligente que he oído en el día de hoy”. Me doy vuelta, y otro de los ancianos de esa mesa me pregunta si no conozco a quien acababa de decir eso: “Se trata de Sir Bertrand Russell, Premio Nobel…”. Le dije que sí: “...el autor de Principia Mathematical?”. “No me diga que lo ha leído…”, me dice Russell. “Al revés, pregúnteme por qué no lo he leído”. Ante su sorprendida mirada, le dije: “Porque tiene sesenta páginas dedicadas a discutir si la unidad matemática es el cero o el uno”. Todos se echaron a reír, intercambiamos bromas y comentarios en un clima de total cordialidad, y nos despedimos.

- ¿Se volvieron a ver?

-Al año siguiente, nos volvimos a encontrar –casualmente-- en Canadá, en la Universidad Mc Masters, de Hamilton. Me contrató como chofer por una semana. A bordo del escarabajo que me había otorgado la industria farmacéutica, tuvimos largas conversaciones que pude registrar en un viejo grabador magnetofónico. Eran en un inglés de alto vuelo (que no hubiera podido traducir sin la ayuda de una joven franco-canadiense). Treinta años después, me las publicó la Municipalidad de Bahía Blanca. Luego le mandé la traducción para que la aprobara. Envió un telegrama deseándome suerte, con una frase humorística, haciendo un juego de palabras sobre la ayuda simultánea que podrían darme tanto Dios como el Diablo.

- ¿Ud. le contó que era médico investigador, del trabajo que había hecho en Argentina con Salvador Mazza?

- Sí, pero más que todo hablamos sobre la docencia, de la importancia de la comunicación y de los vicios de los medios masivos. Por sobre todo, disfruté del derroche de talento de un hombre de esa categoría (fue el hombre más brillante que conocí).

- ¿Cómo fue que lo contrató de chofer?

- Él tenía noventa años y, por ciertas dificultades económicas, estaba vendiendo gran parte de su biblioteca a la Universidad de Hamilton, a la vez que desarrollaba algunas actividades en la misma. Le habían querido poner una limusina, pero no aceptó. Fundamentalmente porque le desagradaban los “chupamedias”; y porque dentro de la formalidad que guardaba dicha institución, no lo llevaban a los lugares donde él quería ir. Vio que conmigo se podía divertir, hablar de ciencia y filosofía; sobre todo, porque lo llevaba --en complicidad-- a calmar “la sed” que le daba a cierta hora del día. Russell, sentía debilidad por bajar del auto a puestos similares a nuestros carritos choriceros; pero lo que gustaba de beber, no era exactamente agua, sino una copita de brandi.

Ironías del destino

Entre 1996 y 2000 viví en el edificio Atenas XIII, ubicado en la calle Bolívar al 2900, de Mar del Plata. Allí comencé a cruzarme con un simpático anciano que se movilizaba con la ayuda de un bastón. A veces coincidíamos, al salir o al entrar del edificio. Si bien, yo no tomaba el ascensor porque vivía en el primer piso, por amabilidad con este vecino del séptimo, no pocas veces le abría y le cerraba la puerta. Siempre nos saludábamos, sin saber nuestros nombres.

Muy poco tiempo antes, había sido estrenada la película “Casas de Fuego”. Tenía idea que refería a la vida de Salvador Mazza, el creador de la vacuna contra el Mal de Chagas, y que había sido protagonizada por Miguel Ángel Solá.

Adolfo Vargas, el encargado del edificio, me dijo algo después: que ese viejito se llamaba Jörg y que había sido el principal colaborador de Mazza. Contó, además, que fue consultado para la realización de “Casas de Fuego”, pero que él no estaba de acuerdo con los directores –quienes pretendían manipular los datos para hacerla una película más comercial--.

En plena década infame

- Conocí a Roberto en 1929, trabajando en el diario “Critica”. Natalio Botana le hizo mención de que yo estudiaba medicina y ciencias naturales, y que me había comprado un microscopio. Ahí nomás se dijo: “Ese es mi hombre”. A la media hora lo tenía en casa para que examinara muestras de tejidos impregnadas con caucho vulcanizadas (con las que pretendía crear medias de mujer a las que no se le corrieran los puntos). De manera que lo tenía continuamente ahí, en casa, con las muestras.

Era un hombre muy desalineado en su aspecto. La primera vez que vino, mi madre me dijo en alemán: “De dónde sacaste a este punto?”. Lo notable, es que le hace señas y le dice: “Señora, ud tiene voz de contra-alto, por casualidad, no canta?”. Mi madre le respondió que sí, que forma parte del coro de la Sociedad Suiza. “Uhhh, señora, no sabe cuánto admiro esas voces que ya no quedan, es un privilegio...por qué no me canta algo?”. Mi madre se negó en un principio, pero --tanto le insistió--, que terminó entonando una canzonetta italiana. “Aplaudí a tu madre”, me dijo.
Al rato, apareció mi madre con dos tazas de café y una torta que había preparado. Luego me diría: “Será un atorrante, pero es muy inteligente”.

El invento de las medias vulcanizadas fue en 1930. Llegó a patentarlo recién en 1942, dos meses antes de morir. Dejé de tratarlo cuando se casó por segunda vez.

- ¿Recuerda alguna otra anécdota con él?

-En 1933, el Centro Cultural casi más importante de Buenos Aires era un cenáculo que llamaban “La Peña”(al fondo del subsuelo del Tortoni). Ser aceptado allí, equivalía a ser consagrado desde el punto de vista literario. Fuimos una noche con el que luego sería mi cuñado y un autor teatral que había sido invitado. Un cronista iba a analizar un libro de Paul de Cruyff. Mi cuñado, me dijo de invitar a Arlt. Cuando le dijimos, respondió: “Ya me han echado de ahí...una vez fui con José Portagalo, autor de un libro de poesía que había recibido un premio municipal; era una poesía marginal y muy cruel...no la soportaron”. Lo convencimos para que fuera, ya que sólo lo íba a hacer como espectador.

El cronista hizo una descripción muy precisa del libro de Paul de Cruyff, que hablaba sobre investigadores célebres. Sobre el final de su alocución, comentó que nuevamente la literatura había rescatado del olvido a personajes que la humanidad les debía muchísimo; nadie los recordaba, --dijo-- ni siquiera había calles o plazas con su nombre. Entonces, se paró Arlt, pidió la palabra y agregó: “Esta es la oportunidad para rescatar del olvido a alguien que nadie tiene presente, pero con quien tenemos contacto todos los días inevitablemente y que, sin embargo, tampoco tiene ni una calle, ni una plaza, ni un libro que lo recuerde. Tal vez desde este centro, con todos ustedes, podamos rescatar a esa persona del olvido”.

La mayoría preguntaba, en voz alta, a quien se referiría. “A John Pescada”, dijo muy firme y decidido. Hubo gritos y ruidos de gente que comenzó a patear el piso. Una persona de la primera fila preguntó quién era John Pescada. “El creador del inodoro de loza, con el cual vuestras dignas humanidades, partidas por el medio, toman obligadamente contacto, todos los días”. Una directora de un colegio secundario, indignada, pidió a los gritos la expulsión de tamaño caradura. Otros se unieron a su reclamo y nos tuvimos que levantar e irnos.

Mientras emprendíamos la retirada, Roberto me dijo al oído: “No le hagas caso a la vieja, o es seca de vientre, o caga en una pelela”.

Maestros de maestros

Enrique Pichon Riviére fue uno de los pioneros del psicoanálisis en la Argentina. Mientras estudió medicina, cohabitó una pensión junto a Roberto Arlt. Los más brillantes psicoanalistas de la época no dudan en considerarlo como el más indiscutido maestro de esta joven disciplina. En una serie de entrevistas que le hiciera Vicente Zito Lema, allá por mediados de la década del ‘70 (probablemente en el mismo tiempo donde yo leía por vez primera sobre la vinchuca y el Mal de Chagas), Pichon le dirá a éste que, a la vez, “su” maestro fue Roberto Arlt.


En la puerta del Atenas XIII

El 27 de Febrero de 1997, volvía de la Facultad de Psicología de Mar del Plata. A pesar que decidí no avisar a nadie que iba a dar mi último examen final, algunos se enteraron y fueron a acompañarme. El resultado es que regresé al Atenas con algo de harina y huevo por encima de mi humanidad. Serían las 18 hs. En la puerta, estaban Jörg y Vargas conversando. Éste último le dijo: “Tenemos un nuevo psicólogo en el edificio”. Jörg se sorprendió y me recriminó que nunca le hubiera dicho nada.

“De modo que hoy se recibió?”. Le aclaré que aún no, que me falta la tesis. “Y sobre que piensa escribirla?” –preguntó-. Le respondí que sobre la obra de un psicoanalista argentino llamado Pichon Riviére. “Va a escribir sobre mi amigo Enrique…? Pase a verme cuando quiera, que tengo algunas cosas para contarle”.

Ese fue el inicio de mi amistad con el Dr. Miguel Jörg.

Entre microbios y macrobios.

- En 1929 asistí al Congreso Internacional de Biología de Montevideo, presenté unos parásitos intestinales que había encontrado en aborígenes del Chaco. En honor a Mazza -sabía que era un gran investigador- le puse su nombre.

Me enteré que estaba en Buenos Aires. Como tenía el instituto en Jujuy, lo fui a visitar y le presenté el protozoo que había descubierto. Se sintió muy halagado porque un muchacho joven se acordó de él. Años antes había dirigido el laboratorio donde yo trabajaba por entonces. Estudiando la brucelosis, al año siguiente lo visitó. Al mostrarme sus preparados, se sorprendió de la facilidad con que podía leerlos. Y me dijo: “Ud. va a entrar a trabajar conmigo”.

En 1932 me contrató como auxiliar para el estudio anatomopatológico en su instituto. Comencé a viajar regularmente a Jujuy para acompañarlo. En 1935, siendo aún estudiante de medicina (si bien había estudiado Ciencias Naturales en Alemania) me nombró Jefe de Laboratorios de la institución que dirigía, la MEPRA . Trabajé con él hasta su muerte en 1946.

- ¿Qué puede destacar de esta experiencia?

- Mazza tenía especial interés en estudiar a los indígenas, dado que --para él-- la enfermedad de Chagas no estaba presente en ellos, sino que era producto de la aculturación. La llegada de inmigrantes dio lugar a la construcción de ranchos, lo que permitió que las vinchucas invadieran las moradas, transmitiendo el tripanosoma -que antes sólo estaba presente en animales silvestres- a seres humanos.

No encontramos la enfermedad en ninguna de las tres grandes tribus que estudiamos: los jíbaros (en Ecuador), los tapirapés (Brasil) y los tobas (Chaco). Por el elevado número de complicaciones cardíacas, el Mal de Chagas sigue siendo la cuarta causa de muerte en América.
Nos encontramos con los mismos problemas que se encontró Carlos Chagas, cuando descubrió el tripanosoma. Las autoridades gubernamentales consideraban que haber descubierto una enfermedad propia del Brasil, de altos índices de mortalidad, que afecta mayormente a sectores carenciados, perjudicaba los intereses nacionales. De modo que se comenzó a negar la enfermedad.

Mazza notó que los descubrimientos de Chagas eran ciertos. Recorrimos todo el país en un vagón laboratorio, siguiendo la ruta de la vinchuca y otros insectos. Esta técnica de exploración sanitaria no tenía precedentes y fue creada por él.

- ¿Cómo llegaron a la vacuna?

- La ensayamos muchísimo; tuvimos resultados alentadores en animales, pero no así con seres humanos. No pudimos erradicarla en personas ya infectadas, entonces la consideramos “no lograda”. Lo que sí logramos, es detener la primera fase de infección, y evitar la producción de la enfermedad. Aún se está trabajando intensamente, tanto en Brasil como en Argentina, donde el equipo del Dr. Storino, en La Plata, ha avanzado y proseguido mis investigaciones. De todos modos, no hemos logrado neutralizar el Mal de Chagas.

A bordo de la nave

Mis conversaciones con Miguel comenzaron con Pichon Riviére, siguieron con Mazza, Arlt y Russell. Hasta me contó de sus encuentros con Neruda y Horacio Quiroga, pero terminaron abarcando todo tipo de temas. Me recibí e inicié como psicólogo, casi a su lado y con todo su aliento. Hasta tengo el honor de acompañar algunas de sus últimas aventuras. En radio, en televisión, en los diarios, en bibliotecas populares, en la escuela fundada por su amigo Pichon Riviére en Buenos Aires.

La universidad lo venía ignorando, hasta que la vida me dio la oportunidad de poner fin a tal situación: al darme (y darle) el gusto, de organizar desde el Seminario Permanente de Derechos Humanos de la Facultad de Psicología (actividad de la cual formé parte del equipo docente) una jornada en su homenaje. Pocos lo saben, pero se realizó el domingo 4 de abril de 1999. Ante más de cien personas; se pasó “Casas de Fuego”. Luego, en una velada de la que participó un emocionadísimo Miguel Ángel Solá, se dio una charla inolvidable para todos los que allí estuvimos.

Pero la cosa no terminó allí. Me tocó estar a su lado cuando en agosto del mismo año se conoció en mi propia casa con Ana Quiroga (la última compañera de Pichon Riviére). Y un año después, cuando me pidió que lo acompañe a una nueva charla-debate que tuvo con Mario Bunge, el encumbrado científico argentino radicado en Canadá.

En septiembre de 2000 vendí mi departamento del Atenas XIII y me comencé a despedir de Miguel Jörg a través de una carta. Entre otras cosas, le recordé algo que había leído sobre él en una revista llamada “Todo es Historia” (Nº 225, enero de 1986). Ese número contaba con un artículo de veintitrés páginas, firmado por Hugo Castagnino, dedicado a “Mazza y la lucha contra el Mal de Chagas”. En el mismo, se incluyó todo un apartado al destacado papel de Miguel Jörg en esta gesta. Refirió a la solitaria cruzada que continuó realizando luego de la muerte de Mazza. Daba cuenta que Jörg --a pesar de su nuevo trabajo en la industria farmacéutica-- prosiguió sus investigaciones con fondos propios, convirtiéndose en el científico con mayor cantidad de escritos sobre el Chagas (habiendo superado los quinientos trabajos). Se hacía referencia, a la vez, a los fondos que recibió por gestión personal de Bertrand Russell, a partir de la amistad que habían hecho en la década del 60’.

De todo lo que le dije en esa carta, quiero destacar algo que muchas veces pensé, que escribió Castagnino y que me tocó constatar personalmente. Paso a extractar pasajes de esa nota:
“En algún congreso médico nacional se dijo alguna vez que si Jörg viviera en algún oculto pueblo montañés de Suiza o de Alemania, recibiría la peregrinación constante de argentinos interesados en recibir sus enseñanzas y gozar de su claridad de juicio y riquísima experiencia. En realidad es al revés, a su modesta residencia en Mar del Plata lo visitan científicos extranjeros y recibe una bolsa diaria de correspondencia que proviene del país y del exterior. Es más que razonable pensar que diferente posición ocuparía Jörg en otros países que le asegurarían respeto, reconocimiento y facilidades para seguir pensando y produciendo sabiduría...”.

Prosigue diciendo que:

“Vive en Mar del Plata, de lo que le proporciona una muy magra jubilación, y de pequeñas asesorías o traducciones para laboratorios de la industria farmacéutica. A pesar de todo, sigue escribiendo, sigue pensando y brindando ideas y entusiasmo a muchos que se le acercan llenos de respeto, afecto y admiración. Es muy difícil explicar a los extranjeros que lo conocen bien, el desperdicio que el Estado y sus instituciones han ejercido con los grandes argentinos talentosos --entre los que se encuentra Jörg-”.

Después del fin…

Cuando compré mi casa, Miguel quiso pagarme la escritura. Me incliné a no aceptar. Un colega y amigo me dijo que lo hiciera, que a un tipo así el agradecimiento se lo íba a poder dar en los próximos treinta años.

Ya mudado, nos seguimos viendo más espaciadamente, pero nos llamábamos por teléfono con cierta frecuencia. En junio de 2002, me comuniqué varias veces y no me atendió nadie. Alarmado, llamé a Vargas, quien me dijo que Miguel había empeorado su salud, por lo que sus familiares decidieron internarlo en un hogar de ancianos.

Fui a visitarlo unas cuantas veces. No me gustó el lugar. Hablé por teléfono con su hija; le dije que podía conectarla con un hogar mucho mejor y por el mismo costo (Miguel merecía un hogar mejor). Se enojó conmigo, tratándome de entrometido. Con gran dolor, bronca e impotencia, estuve por última vez con mi amigo en el mes de septiembre. Por honor a Jörg no quise confrontar con su familia --quizá tendrían sus razones--. Sólo ellos saben...

Atrás quedó el sueño de escribir algo sobre su vida. Hasta estos días, permanecieron inmóviles los diez cassetes con las charlas que mantuvimos en su departamento, durante el crudo invierno de 1999. Me sentía un poco en deuda con alguien que en los tramos finales de su fantástica batalla contra la muerte, me honró con su amistad, me transmitió su esperanza, y me alentó, como pocos, a que desde mi lugar siguiera esa misma batalla.

El domingo 17 de Noviembre de 2002, al volver de un congreso en Buenos Aires, me entero telefónicamente --a través de mi madre-- que Miguel Jörg había dejado de existir. Irónicamente, ese mismo día finalizaba el “Primer Congreso de Salud Mental y Derechos Humanos”, organizado por la Universidad Popular Madres de Plaza de Mayo.

Si las cosas son como algunos creen, no tengo duda que se mismo día fueron a esperarlo del otro lado, tanto Salvador Mazza como Bertrand Russell, Enrique Pichón Riviére y Roberto Arlt. Si las cosas no son así, debo reconocer que es hermoso imaginarlo. De lo que no tengo duda es de la gran satisfacción que me da evocar, de esta forma, a uno de los pocos y auténticos próceres que tuve la fortuna de conocer. Se llamaba Miguel Eduardo Jörg; nació en 1909 en Ingeniero White y lo llamaban “el alemán de Bahía Blanca”.

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